martes, 23 de septiembre de 2014

Adiós, Lucero

De pronto, la bestia lanzó un imponderable ataque que asestó contra Lucero, a quien partió su espinazo en dos como si de un insignificante ratón se tratase. No le fue posible a la capitana paladear su último pensamiento, pues su cuerpo ya no era más que una bombilla rota sobre la cubierta, y su alma—si es que existía, porque nadie pudo verla— había huido al igual que las estrellas fugaces. La batalla, imperturbable, continuó su curso hasta dar muerte a la pantagruélica tortuga.

Más tarde, los restos de Lucero serían depositados en la costa, junto al muelle de su isla natal. Allí, su padre le había contado el significado de su nombre; no había nacido para ser una esclava ni una prostituta —como más tarde la tratarían los soldados que asesinaron a su familia— sino para ser libre, empuñar un arma y espantar con ella cualquier grillete u ofensa.

Las luciérnagas son frágiles; de las profundidades marinas surgieron sus pesadillas y con ellas terminó su corta historia, pero no hay nada más honroso que sucumbir brillando, como el espíritu de un niño que se niega a corromperse bajo las injusticias de la caprichosa Fortuna.