jueves, 2 de octubre de 2014


XIX

Mi padre, compositor de apariencia chopinesca, representaba frente a un notable público el ensayo previo al estreno de su nuevo ballet. La coreografía era exquisita; los bailarines, aunque pecaban de mediocres y apagados, conocían —como autómatas— sus papeles y no dejaban nada al azar. Por el contrario, la protagonista recordaba más a un pavo que a un cisne; era morena y tenía por cara una grande y jugosa boca roja. Con atrevidos, voluptuosos e histriónicos movimientos pretendía captar toda nuestra atención. En cuanto la danza concluyó, ella adelantó —innecesariamente— un paso hacia el límite del palco. Alzó su brazo izquierdo y lo giró como una pluma que garabatea la rúbrica de algún noble narcisista, deseando atrapar los ojos de los asistentes entre sus dedos, u otra cosa.

Los aplausos fueron terroríficamente escasos, por lo que el bochorno trepó hasta mis orejas, tiñéndolas de sangre palpitante. No podía permitir tal insulto hacia el arte de mi padre. Abandoné mi butaca, me aproximé cuanto pude al palco y, con temple y desparpajo, pregunté a la audiencia.

—¿Qué os ha parecido?

Silencio. 

—Yo creo que ha estado muy bien; tan solo prescindiría de la bailarina principal —añadí. 

Resonaron murmullos crepitantes, como pequeñas ramas secas sobre un inesperado fuego. Finalmente, una voz sobresalió. 

 —Debería quedarse con el papel, porque ¡es mi mujer!

—¿Y qué argumento es ese? ¡Quiero argumentos! —exclamé.

Puesto que nadie abrió la boca de nuevo, regresé a mi butaca, triunfal, consciente de que mi valentía jamás podría ser imitada por ninguna de mis hermanas, que me miraban de reojo. Quise que Padre se sentase en mi regazo, pues apenas mide metro y medio, pero como es muy vergonzoso Madre y yo resolvimos acomodarlo en una silla entre nosotras. Sabía que, gracias a mí, él era ahora un hombre feliz.

1 comentario: